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viernes, 28 de septiembre de 2007

Las zonas más peligrosas y raras de la mente (Cita de Murakami)

“Supongo que me dicen posmoderno porque no me interesan para nada las historias realistas, y por eso amo a García Márquez o a Puig. Siento que mi trabajo como escritor es entrar en lo más oscuro de mí, en las zonas más peligrosas y raras de la mente sin ningún mapa o direcciones”. Lo dijo hace unos días Haruki Murakami, el escritor japonés que se consagra en estos días como alguien muy diferente a otros escritores japoneses. Murakami no defiende la tradición. Es un escritor transcultural. Escribe desde esa identidad y hurga en las fallas de esa identidad. Es ese Murakami el que agregó: “Por supuesto que Borges me gusta mucho, pero mi escritor argentino favorito es Manuel Puig”.

en Los personajes de Puig
Por Sandra Russo para Página 12


KAFKA EN LA ORILLA
Autor: MURAKAMI, HARUKI
Editorial: TUSQUETS
ISBN:987-1210-55-8
587 páginas

viernes, 25 de mayo de 2007

Notas: "Constitución" por Sandra Russo

Constitución
Por Sandra Russo
en Página12 de hoy

(Genial, como siempre, la Russo. Cesar)

Estábamos parados en la plaza, justo enfrente de una de las entradas principales de Constitución. Donde están las paradas de los colectivos. Donde hay todavía quioscos de diarios y puestos en los que vendían pochoclo, chupetines, maníes y café. Veíamos desde allí cómo flameaba la bandera argentina sobre el cartel que decía Estación Constitución. Esa cacofonía y la bandera que nosotros cuatro odiábamos nos hizo detenernos y mirar hacia arriba. Eramos raros en aquella época. Lectores del Expreso Imaginario y de Ungaretti, rockeros pelilargos, artesanos en ébano y marfil, adolescentes con secundario completo y un futuro inimaginable.

miércoles, 4 de abril de 2007

Fotografía: el grupo Contraluz de Bs As

Hoy descubrí, leyendo una hermosa nota de Sandra Russo en Página12 Ciudad Oculta y revelada, el Grupo Contraluz, un talller de fotografía que funciona en la Villa de emergencia 15, en el Barrio de Lugano, Buenos Aires. Allí los chicos de la villa aprenden a fotografiar. Acà, en cambio, otra nota en Página12, de Katharina Wagner.
















Esta es la voz de uno de sus integrantes, Yamir Chaile, de 18 años: "Ultimamente estoy teniendo como una relación mas seria, fotográficamente hablando, entre yo y la cámara. Ya no es un pasatiempo, sino algo que necesito. Necesito que mis imágenes sean vistas por mucha gente".
Y estan son algunas de sus fotos:















martes, 23 de enero de 2007

Artículos: "Caín y Abel" por Sandra Russo


Caín era un agricultor, mientras que su hermano menor, Abel, era un pastor. Dios prefirió el sacrificio de sangre de Abel sobre el de frutas y granos de Caín, quien enloqueció de celos. Caín mata a Abel. Como castigo por haber matado a Abel, Dios condena a Caín a vagar por la tierra eternamente (cfr Biblia, Génesis)

Sandra Russo en su artículo en Página 12 del 20/01/2007 sostiene:

Se comenta por ahí que Abel era nómade y Caín, sedentario. Y hay hasta quien dice que la historia de la humanidad puede leerse en función de la oposición, el rechazo, la necesidad de expulsión que sienten los sedentarios por los nómades.

(...)A partir de estas reflexiones, dos propuestas para pensar en esto:

La primera, que la lucha entre nómades y sedentarios se puede observar perfectamente hoy, tanto en la xenofobia europea como en el muro entre Estados Unidos y México, como en la explotación, en los países periféricos, de los trabajadores golondrina o los esclavos textiles. Los sedentarios sólo dan a los nómades el permiso de paso cuando pueden usarlos o bien para hacer rendir los frutos de la tierra, o bien para acumular más propiedad privada.

La segunda, la posibilidad de que en cada uno de nosotros esas dos partes estén presentes. Un yo nómade y un yo sedentario en constante puja y persecución. Un impulso hacia el traslado y un impulso hacia la raíz.

viernes, 1 de diciembre de 2006

Historias: Tragaperras por Sandra Russo

Tragaperras
Por Sandra Russo
Contratapa de Página 12 de hoy

Noto su presencia a mis espaldas. Suele pasar acá, en el Hipódromo, que algunos se enamoran de una máquina y sólo juegan en ella. Ludopatía con una pizca de fetichismo. Y si tienen que esperarla, la esperan. Una, dos horas. Y la de ellos es una presencia concentrada, espesa, que carga con un cuerpo y su ansiedad. La ansiedad del jugador es sólida, no líquida. Se puede uno partir el cráneo contra ella.
No me puedo concentrar y uno viene a buscar aquí sólo eso: un punto fijo que borre los demás. No viene a ganar ni viene a perder. Viene a perderse. Me estoy por ir, pero ella me dice:
–No, no.
–¿Quiere esta máquina? A mí me dan todas lo mismo.
–No, no quiero jugar, querida. Quiero ver cómo les va a los demás.
Le sonrío porque su voz es fina y protectora. Le pregunto:
–¿Se quedó sin plata?
–No, no. Tengo dólares, pero no quiero cambiarlos todavía. Prefiero mirar cómo les va a los demás.
–A mí me está yendo mal.
–¿A usted también, querida? A veces creo que arrastro conmigo la mala suerte.
Escucho eso y recién entonces la miro bien: es bajita, de unos setenta y pico, rubia, una abuela. Vestida con recato barrial. Me lanza como una bocanada toda su desesperanza. Estoy dada vuelta en la butaca. Le doy la espalda a la máquina y hablo con ella, que como la mujer en la película de Almodóvar, también está en una especie rara de coma profundo.
–¿Perdió mucho? –le pregunto. Es evidente.
–Quince mil dólares. En un año. Eran todos los ahorros de mi familia. De mi marido. Mi marido si sabe me mata. Cuando lo sepa, me mata.
Y el diálogo siguió, en otro no-lugar: ya no estábamos en ese lugar de ruido insoportable y de época difusa, de tiempo impreciso y de temperatura artificial, sino en el no-lugar que éramos nosotras dos, conectadas por la necesidad de decir su historia y mi necesidad de escucharla decirla. Y vi a una mujer que había encontrado lo que había ido a buscar, creyendo que buscaba entretenerse. Se había perdido. Ahorraba centavos en la leche de oferta en el supermercado y se seguía jugando los quince mil dólares. Se había jugado la plata de los regalos de cumpleaños de los nietos. Babeaba sus vilezas en medio de un llanto lento, imperceptible. En media hora, debe haber dicho “quince mil dólares” unas treinta veces: ésa era la consistencia espesa de su pérdida, algo que ella había dado en sacrificio. Y no sabía por qué. Eso la enloquecía. No sabía por qué.
A veces, en situaciones inesperadas, tienen lugar aproximaciones humanas bastante extrañas. Supongo que ésos son el tipo de aproximaciones que busca permanentemente la literatura. De ellas sale alguna verdad. Y hasta puede ser que sepamos que ellas nos revelan una verdad y no tengamos idea de cuál es. Esa mujer perdida que salió al cruce de mis propios laberintos, estoy segura, seguirá en mi vida, de alguna forma. Quedó adherida a mi memoria.
La ranura de la máquina, la longitud de las palancas, la sincronicidad de las luces y la demoledora, narcotizante música del azar, tienden su trampa y desparraman sufrimiento. Pero allí donde la soledad se difumina como las sombras en las párpados femeninos, he visto, algunas otras veces, cómo brotan raras asociaciones entre desconocidos. Un hombre, por ejemplo, que sin ninguna otra intención (seguí atentamente toda la escena y lo vi irse solo y sin haber pedido un teléfono ni haberse presentado) repartió su ganancia con una adolescente que sollozaba en la máquina de al lado. Una mujer que terminó acariciando fraternalmente la espalda de un hombre que golpeaba a la máquina como si quisiera forzarla a darle un bonus.
Intenté hacerle comprender a la abuela que era imposible que recuperara sus quince mil dólares. Que tenía que parar. Ella asentía con la cabeza y estrujaba con fuerza las manijas de su cartera.
Cuando me fui, me di vuelta y la vi sentada en la máquina, en la que yo había dejado, sola otra vez, con el alma en la punta de los dedos con los que apretaba los botones. Se volvió y me vio. Su debilidad y la mía optaron por desearse, en silencio, buena suerte.

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